En Londres, en el jardín del Serpentine, cada año se construye una instalación de arquitectura efímera. Es un proyecto interesante que se encarga cada vez a un arquitecto distinto. Al mismo tiempo, ese edificio efímero alberga la cafetería de una sala de exposiciones, una cafetería de verano, en una ciudad donde tiene sentido que haya una construcción que depende de la estación, pues el clima es tan diferente entre el verano y el invierno que no hay más remedio que tener en cuenta dos cosas: lo que sirve para el verano no sirve para el invierno; el verano es efímero, nace, eclosiona y desaparece en tiempo récord (por lo menos para el punto de vista de un habitante del sur). En el verano de 2013, esa cafetería efímera se le encargó a Sou Fujimoto, que propuso una construcción luminosa, transparente y laberíntica, a base de finas vigas metálicas:
Hay formas que se resisten a desaparecer. Puede que ya no tengan sentido, pero aun así siguen existiendo. Hay múltiples razones para que sigan existiendo y, en general, la que todos argumentamos es económica, que es muy caro hacerlas desaparecer. El hecho es que permanecen, aunque solo sean en esqueleto, y forman parte de un paisaje. A veces, incluso forman ellas solas ese paisaje. Quiero decir, una forma que está todavía ahí, que no desaparece aunque todo esté en su contra, acaba dando personalidad a un lugar. Además, permite lecturas diversas. Una forma nueva se presta a menos lecturas, Una forma antigua, que no ha desaparecido nos sugiere vidas anteriores, muchas vidas anteriores. Quizá es interesante trabajar con arrquitecturas efímeras, tan efímeras como nosotros mismos, que hemos de desaparecer. Vivimos un corto espacio de tiempo de la historia y, seguramente, la mayoría de nosotros, pasaremos por este corto espacio de tiempo sin dejar ninguna huella, ninguna arquitectura.
Pero las arquitecturas perennes, esas que se resiten a caer, nos dan una medida de nuestro lugar en el devenir, de ser el presente de un pasado que no podemos negar:
Para que yo me llame Ángel González,
para que mi ser pese sobre el suelo,
fue necesario un ancho espacio
y un largo tiempo:
hombres de todo mar y toda tierra,
fértiles vientres de mujer, y cuerpos
y más cuerpos, fundiéndose incesantes
en otro cuerpo nuevo.
Solsticios y equinoccios alumbraron
con su cambiante luz, su vario cielo,
el viaje milenario de mi carne
trepando por los siglos y los huesos.
De su pasaje lento y doloroso
de su huida hasta el fin, sobreviviendo
naufragios, aferrándose
al último suspiro de los muertos,
yo no soy más que el resultado, el fruto,
lo que queda, podrido, entre los restos;
esto que veis aquí,
tan sólo esto:
un escombro tenaz, que se resiste
a su ruina, que lucha contra el viento,
que avanza por caminos que no llevan
a ningún sitio. El éxito
de todos los fracasos. La enloquecida
fuerza del desaliento...
Esto es lo que nos recuerda el pantalán de Brighton, en la playa del mismo Londres, donde durante un verano se representó la paradoja de lo efímero y lo perenne y no sabemos si alguno de los implicados en el proyecto había pensado en ello: